viernes, 20 de agosto de 2010

El Atrato, cementerio bajo el agua / Diario el Colombiano.

Otro recorte del archivo de prensa:

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El Atrato, cementerio bajo el agua

Negros e indígenas creen casi imposible reconstruir la verdad sobre las matanzas y las desapariciones en su río madre.

[La] Iglesia católica y líderes campesinos frenaron parte de los excesos, pero sin embargo el Atrato vivió una temporada fatal.

Condición de ruta central y lugar de combates ocasionó que cientos de civiles y combatientes se perdieran en su cauce.


Por / Carlos Alberto Giraldo M.
Enviado especial, río Atrato

La conversación se había acalorado un poco. Carlos Castaño, con su tono severo de siempre, les dijo a los dos sacerdotes que habían viajado desde Quibdó: "padres, les he dicho a mis hombres que maten a la gente, pero que no se pongan con torturas". Uno de los sacerdotes, el de menor jerarquía, no aguantó aquella respuesta que sentía tan irónica y desalmada y le replicó: "perdóneme, pero lo suyo ya se torna demasiado hijueputa".

Sus hábitos cristianos se extraviaron en ese momento debido a la desesperación y la impotencia con que venía recibiendo cada día. Era un sacerdote de base que tenía que escuchar las denuncias de los desaparecidos en las comunidades del río Atrato y sus afluentes. Los campesinos, semana a semana, le rompían en llanto y le pedían comisiones para buscar decenas de cuerpos que casi nunca hallaban.

Aquel día él había arribado con el Obispo a los dominios de Carlos Castaño, en San Pedro de Urabá, para que le aclararan su aparición en una lista de posibles víctimas de las autodefensas, pero bastó poco para que apenas unos minutos después de iniciada la conversación ya le estuviese pidiendo al jefe paramilitar que parara la ola de sangre y de muerte que sus hombres provocaban en las riberas del Atrato.

El contacto del religioso con aquella realidad comenzó el 23 de julio de 1997 cuando, a la una de la tarde, una hora después de una reunión con unos campesinos del Medio Atrato llegaron a buscarlo para decirle que Domingo Santos, líder del río Munguidó, a quien acababa de estrecharle la mano, había desaparecido. Se lo llevaron en una camioneta amarilla tipo Hi Lux que usaban los paramilitares de la capital chocoana.

Santos medía casi dos metros y era un negro al que todos querían por su entrega a la labor comunitaria. Pero de nada valieron las gestiones del padre. Como era habitual, en su actitud frentera, acudió al sector de Quibdó donde tenían su base los paramilitares y allí un combatiente raso le dijo a media voz que todo era inútil. A Domingo lo habían arrojado a un barranco que se hundía en las aguas del Atrato. Un sitio al que llamaban "el confesadero", en Boraudo, un paraje en la vía entre las aldeas de Yuto y Lloró.

"Qué época tan dura -recuerda el sacerdote-. Los abrían con motosierra y machete y después les echaban arena y piedras para que no boyaran (flotaran) en el río. Eso era busque y recoja muertos aquí y allá". El padre cree que esa fue la suerte que corrió Domingo Santos, cuyo cadáver nunca apareció aunque varias comisiones de misioneros de la Iglesia Católica navegaron horas para encontrarlo el resto de aquella semana en que lo subieron a la camioneta de "los paras".

El avance paramilitar quedó registrado en las denuncias de la Diócesis de Quibdó y de varias Ong internacionales. En un informe de la época, Human Rights Watch (HRW) advertía sobre la llegada de las Autodefensas de Córdoba y Urabá, en diciembre de 1996, por el extremo norte del departamento del Chocó.

En "tres meses, las masacres paramilitares, los asesinatos selectivos y las amenazas combinados con el combate directo y la Operación Génesis del Ejército Nacional -agregaba HRW- provocaron la huida de entre 15.000 y 17.000 personas".

La Diócesis de Quibdó describió el cambio dramático en el departamento al comparar las cifras de muertes violentas: por ejemplo, en 1995 se registraron 15 asesinatos mientras que en 1997, solo en el primer semestre, hubo 100, la mayoría por motivos políticos.

Corrió mucha sangre y el río, con sus aguas revueltas y oscuras, se convirtió en cementerio de seres humanos. Un compañero de Domingo, que se considera sobreviviente y que aún hoy lidera a los campesinos del Atrato, tiene en la mente los nombres de muchos desaparecidos, pero recuerda uno: Eligio González Blandón, de la comunidad de La Boba , motorista de las Hermanas Agustinas.

El 24 de mayo de 1997 Eligio acababa de llegar al casco urbano del municipio de Bojayá de un viaje por el río con las religiosas. Unas horas después, a las cinco de la tarde, los paramilitares lo interceptaron en una lancha. Lo embarcaron y mientras cruzaban a Vigía del Fuerte, a un kilómetro de distancia en la otra orilla del río, se perdió.

"Ellos andaban con una motosierra en esa panga (lancha). Y, cuesta creerlo, pero en ese trayecto lo picaron y lo echaron al río -dice el líder campesino-. Nunca apareció. Era para traumatizarse la mente, por Dios. La gente salía de pesca y sacaba manos, pies y cabezas en los chinchorros".

Con letreros

El cadáver de la guerrillera estaba intacto a pesar de que llevaba dos días de viaje por el río, sobre un nudo de troncos. Tenía dos tiros, uno en el pecho, en el lado del corazón, y otro en la cabeza, al centro de la frente.

Se trataba de una comandante del ELN que había sido fusilada junto a otros siete de sus compañeros en el río Munguidó, afluente del Atrato. En una disputa territorial que luego se ampliaría a otras regiones del país, hombres de las FARC les dieron tiros de gracia con revólveres y enviaron el mensaje: "prohibido sacar los cuerpos del río".

Como de costumbre, llevado por su sentido humanitario, Domingo Valencia Chará se acercó a la palizada sobre la cual se veía a la mujer blanca, en ropa interior. Cuando observó de cerca aquella humanidad intacta la reconoció: "es la jefe de los elenos, la española". Tenía ojos claros y, según las creencias de Domingo, el pico de los gallinazos no le entró porque, seguro, "comía mucha cebolla".

Eran las tres de la tarde de un jueves de abril de 2001. En un recodo del Atrato, Domingo varó las ramas que no se hundían, aunque la guerrillera era corpulenta y pesada. Salió a dar aviso al casco urbano de Bojayá de donde enviaron a dos hombres en un bote de madera con motor fuera de borda. Los tipos amarraron los palos a una soga, los arrastraron a un lado del pueblo y en una curva del río, sin cajón y sin avemarías, enterraron el cuerpo de la extranjera.

La casa de Domingo, hecha de tablas y sobre un pequeño cerro a orillas del Atrato, está rodeada por un par de almendros. Él se la pasa descamisado, de bermudas y chanclas de caucho. Cuando no está en las jornadas de siembra en el campo, observa el remanso del río que tiene al frente y detalla los objetos que
van corriente abajo: recortes de madera de los aserríos, ramas y, por supuesto, muertos. Aunque ya no se ven casi.

"Ahora la cosa está calmada, pero cuando circulaban paramilitares y guerrilleros a toda hora se acumulaban muchos cadáveres en la Ciénaga de los Platillos -relata Domingo-. Uno llegaba oliendo a muerto. Los mataban descuartizados, se encontraban cabezas y troncos en los trasmallos. Una vez me pasé dos meses sin comer carne porque sentía que era carne humana".

De ver pasar tantos muertos frente a su rancho y por las orillas donde siembra piña, plátano y yuca, Domingo se dedicó a recogerlos. Primero porque le parecía inhumano dejar que esos cadáveres se deshicieran a la intemperie, picoteados por las aves de rapiña y luego mordisqueados por los dentones, que son los peces más carroñeros del río.

También rescataba los cuerpos y los enterraba porque en la Alcaldía de Bojayá le pagaban una bonificación de 200 mil pesos por cada uno. Ha sepultado a paramilitares, guerrilleros, narcotraficantes y civiles. Tan pronto avista a lo lejos dos o tres gallinazos que bajan por el centro del río, como levitando, se dice: "hay muerto, mi negro". Y sale a trabajar.

Pero hallar cadáveres aun en los días más aciagos de la guerra irregular del Atrato, que es la del país, no resulta tan común. Otro viejo campesino de la región que viajaba de pueblo en pueblo vendiendo botes de madera asegura que los muertos saben a quién le salen. "No todo el mundo los consigue. Para eso hay gente que tiene su energía. Al momento de cogerlos hay que rezarles, encomendarlos al Señor: un Padrenuestro y un Avemaría, según los antiguos".

Domingo no siempre ha podido cumplir el ritual, porque a veces hay "muertos importantes". Eso quiere decir que por ser muy conocidos y tener alguna representatividad, sus verdugos los envían aguas abajo con marcas visibles; quieren que la gente los vea y aprenda la lección.

"Una vez bajó un guerrillero, paisa, y tenía un aviso pegado del pantalón: 'FAVOR NO TOCAR'. Lo mataron los mismos compañeros. Quién sabe qué era tan grave, si por sapo o qué. Pero ahí sí uno no ve muerto, así lo tenga en las mismas narices. Si lo recojo, este negro es el siguiente que se va de viaje".

Dolor de Do Dromá

El río es una masa de agua café que nace en el cerro Plateado, a 17 kilómetros del casco urbano del municipio Carmen de Atrato. Allí, en los primeros tramos, hace el ruido de una quebrada y su caudal es cristalino. Luego, en el descenso vertiginoso desde la montaña rumbo a las planicies inundadas del Chocó, recibe el agua de decenas de afluentes que lo ensanchan y lo tornan pardo.

Los indígenas embera chamí y wounan y los negros mantienen en la punta de sus lenguas una sentencia: "sin el río no somos nada". No es palabrería, es el resultado de una relación ancestral que involucra la cultura, la economía y la vida social de la región.

No hay carreteras y el río es una gran autopista por la que desfila la vida en todas sus manifestaciones: el pescado, la madera cortada, las embarcaciones de carga y pasajeros, el combustible, los abarrotes que llegan de Turbo y Quibdó, las cargas de maíz y arroz y la ganadería de los potreros que han ido creando los colonos, después de darle mordiscos con sus hachas a la selva virgen y biodiversa del Chocó. También cruza por ese caudal algo del oro y del cobre extraído de las minas circundantes.

Dependiendo de la estación, el Atrato vomita en el golfo de Urabá, cada segundo, entre 4.200 y 4.900 metros cúbicos de sus aguas turbias. Salen por quince bocas que forman un delta de diez kilómetros. Ese gran río madre es el que los aborígenes llaman Do Dromá.

En noviembre de 2003 la Diócesis de Quibdó y las organizaciones campesinas e indígenas lideraron una toma pacífica del río. Después de seis años de estar confinados, de soportar retenes ilegales y restricciones al paso de alimentos, los nativos hicieron una travesía de Quibdó a Turbo que llamaron Por un buen trato en el Atrato.

"Nuestra toma -dijeron entonces- es una protesta en contra de las masacres, desapariciones de centenares de campesinos, los desplazamientos, los señalamientos y las retenciones arbitrarias, las hambrunas, las epidemias, el cautiverio de pueblos enteros en el mismo lugar donde habitan sin poder salir al trabajo".

Se trataba de romper un cerrojo de plomo y una depresión sicológica que produjo incluso suicidios y mató la alegría acostumbrada de los negros y el peregrinaje libre de los indígenas.

Esos años anduvieron con miedo, desesperados, presas de lo que un líder campesino llama "el terrorismo que aplastó nuestro proyecto de vida. Ni siquiera se permitían los ritos religiosos, los cantos alabaos, los novenarios y las reuniones. Se trató también de nuestra destrucción cultural, porque el río significa vida y en él ya no veíamos sino familiares, amigos y vecinos muertos".

En Chocó mucha gente sigue muerta, aunque parezca estar viva. Así le pasa a Paulina Mena que a diario camina triste y sin un peso por el malecón que en Quibdó bordea el Atrato.

Ella tuvo que dejar su finca en Tamboral y refugiarse en la capital chocoana, en donde desaparecieron a dos de sus hijos, que eran maestros, uno de ellos en un retén ilegal que funcionaba en el puente sobre el río La Playa , en el corregimiento Tutunendo. Ahí bajaban a los pasajeros, lista en mano, y después los echaban al agua. Un campesino describe el lugar como un "depósito de muertos".

La sangre derramada, que según los indígenas entristeció al gran Do Dromá, no se va a olvidar. Es una herida que nunca se sana porque esos desaparecidos, el 80 por ciento arrojados al Atrato y sus afluentes, nunca se pudieron enterrar. "Se consumieron en el río y sus huesos se fueron al fondo, quedaron sepultados bajos las aguas, convertidas en un cementerio".

La voz de los ejecutores

A las seis de la mañana de este Viernes Santo dos ex integrantes del Bloque Élmer Cárdenas (Bec) de las autodefensas, que operaban en el Atrato, responden preguntas. Uno, de raza negra, 1.80 metros y contextura delgada fue patrullero en el río durante cuatro años. Hoy trabaja en una finca ganadera. El otro, un mulato de 1.70 metros , fue comandante de frente y ahora administra una cabaña de turismo.

Sentados muy cerca de las playas del mar chocoano describen el río como un campo de batalla y lo califican de camposanto. En lo que ambos conocieron, más de 300 muertos terminaron arrastrados o perdidos en sus aguas.

Los cuerpos iban a parar al río, según ellos, por física necesidad, a falta de sitios de tierra seca para enterrarlos. La mayoría de los combates ocurría sobre ríos y caños y los paramilitares y guerrilleros muertos terminaban en las aguas sin que fuesen recuperados nunca debido a las condiciones agrestes de la zona.

"Entre Vigía, Bojayá y Riosucio y en las cuencas de los ríos Salaquí, Opogadó y Truandó se combatía mucho -relatan-. La forma típica era la emboscada desde las orillas, en los recodos, con rockets, fusiles y granadas de fusil, de manera que quienes caían se hundían y morían por el ataque o ahogados, y se iban al fondo por el peso de las armas y las municiones".

Hubo episodios de muertes masivas que aún están en sus mentes: en Caño Claro, por ejemplo, se ahogaron o murieron en un ataque de las Farc más de 100 autodefensas, pero de esos cadáveres solo aparecieron un poco más de 10.

Lo mismo pasó en Bojayá donde, según su relato, se hundieron varias lanchas de guerrilleros ametralladas por un helicóptero de los paramilitares. "Por eso los cadáveres, que debieron ser más de 50, nunca aparecieron".

El negro alto, vestido de bermudas y chanclas, y el mulato, de yines y botas, aceptan que hubo fusilamientos, pero niegan descuartizamientos y destripamientos. Cuando se dieron ejecuciones cerca de algún centro poblado "la víctima era enterrada a poca profundidad", porque la escasa tierra firme de la zona es de alto nivel de aguas. A 50 centímeros la fosa se volvía un charco y por eso también "se abría el cadáver" antes de sepultarlo.

Aunque ambos ex combatientes están entregando sus versiones a los relatores de la Comisión de la Ley de Justicia y Paz, los parientes de las víctimas creen que la verdad total nunca se sabrá. "De eso se trata: para ellos, del olvido y para nosotros, de la lucha por recordar a nuestros muertos", advierte un líder campesino.

El nacimiento de la muerte

Aquella tarde, a las 3:30, después de cuatro horas de conversación, el sacerdote salió descompuesto y abatido por las respuestas del jefe paramilitar Carlos Castaño a la comisión que se reunió con él para detener la ola de crímenes del primer semestre de 1997 en Chocó y que se extendió durante los seis años siguientes como una epidemia.

Castaño "se paró" en la palabra durante una hora, recitó sus discursos de memoria, y les hizo sentir a los curas que cualquier otra verdad resultaba un sacrilegio. "Nos remató: 'padres, ustedes saben muy bien eso de mata que Dios perdona'".

El cura también se sentía derrotado porque en cada una de las poblaciones que cruzó, de ida y regreso adonde el jefe de las Autodefensas de Córdoba y Urabá, veía uniformados de los organismos de seguridad muy cerca de los retenes paramilitares. "Todo el mundo sabía dónde estaba su santuario, menos el Gobierno".

Aquel peregrinaje del padre para atender y defender a las víctimas del conflicto armado nunca se detuvo. Dos años después en sus correrías se encontró con el azote que vivían los pobladores de Carmen de Atrato, en la cabecera del gran río. Los paramilitares volaron tres puentes construidos, en parte, con dineros y esfuerzos comunitarios: en Guaduas, Sabaletas y La Puria.

Pero antes de dinamitarlos, el 24 de febrero de 1999 , al mediodía, habían sacado de su casa al agricultor Luis Arcadio Caro Bolívar. Lo decapitaron y lo tiraron al Atrato desde el puente metálico de Las Anchas. El cuerpo fue rescatado, pero su cabeza nunca apareció. Según una relatoría de víctimas ante la ONU , ese mismo día en la tarde los agresores atacaron el caserío El Siete y escribieron un aviso cuya sentencia el padre, aún hoy, recuerda con indignación: "mata que Dios perdona".


NUESTRO SILENCIO SOLO FAVORECE A LOS VICTIMARIOS.
Ricardo Ferrer Espinosa

Blog basado en Denuncia 18690, 13/ 06 /1997, fiscal Cristina Bustos G. Masacres en el Atrato.

Dos blogs y un libro han servido para avivar la Memoria Insumisa:

http://testigoysobreviviente.blogspot.com

Blog iniciado el 28 de febrero de 2006.

http://mercenariosencolombia.blogspot.com

Colección básica de textos y noticias sobre mercenarios. Pendiente de procesar.

- Libro: "Nos matan y no es noticia". Editorial Cambalache 2010. Ha sido presentado en Oviedo, Cáceres, Tenerife. Valencia 2 de julio, 3 de julio en Carcaixent, y en Málaga 8 de julio.

El libro está disponible para ser descargado desde el siguient enlace:

http://www.pachakuti.org/textos/campanas/paracos/sin-noticia-nos-matan.html

Desde este enlace se puede descargar el libro completo, con las listas de Víctimas y victimarios. Y retomo el homenaje anónimo al médico Mario Andrés Flores.